Imágenes en el Espacio - Eduardo Torres-Dulce

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Imágenes en el Espacio - Eduardo Torres-Dulce
Eduardo Torres-Dulce

El cine amanecía y casi de inmediato se miraba en sus fuentes más próximas. La cámara de los hermanos Lumière atrapaba a obreros saliendo de una fábrica o a trenes entrando en estaciones y Georges Meliès se inspiraba en Jules Verne y retrataba en imágenes sardónicas su Vuelo a la Luna con científicos de aspecto ilustrado pero pomposos, cohetes que aterrizaban en nuestro satélite que parecía un rostro sonriente lleno de acné juvenil y alienígenas lunares mezcla de aborígenes africanos escapados de un relato de Rider Haggard con ademanes de neandertales.

En pleno desarrollo del expresionismo alemán Fritz Lang y su guionista y cónyuge, la futura nazi, Thea Von Harbou pergeñaban, corrían los vanguardistas 20, Una mujer en la Luna, una película en la que se aliaban la profecía de un mundo científico fríamente positivista con una mirada racionalista, la misma que habían proyectado en ese monumento que es Metrópolis, una suerte de apocalipsis profético que mezclaba premonitoriamente la frialdad de la amenaza de la superioridad aria con la disección de la lucha de clases diseñada entre el capitalismo y la aristocracia, el trabajo esclavo y el amor interclasista diseñada por una concepción arquitectónica futurista que copiarán las películas futuras comenzando por Blade Runner. Una mujer en la Luna es más que una película de ciencia ficción que mira al espacio exterior, una parábola sobre lo que sucede por estos pagos terrestres aunque en todos sus fotogramas lata el deseo de excitar la imaginación del espectador con la aventura del viaje y el desafío de otros mundos por explorar.

Luego se hizo el silencio y el cine con la llegada del sonoro se diseminó por los caminos del cine de género con el que los estudios de Hollywood alimentaban las necesidades de sus películas diseñadas como las cadenas de la producción de automóviles de las fábricas de Detroit para satisfacer su triple concepción de producir películas, distribuirlas y exhibirlas. No le fue en principio propicio ese camino a la ciencia ficción mientras que las novelas, los seriales radiofónicos y los tebeos se adentraban con formatos clásicos de narraciones de aventuras en los oscuros límites de la galaxia: marcianos, seres monstruosos, planetas remotos, naves deslumbrantes, atrapaban la imaginación siempre desbordante y demandante de sus lectores. Flash Gordon podría ejemplificar todo ese movimiento popular.

Luego en los años 40 y sobre todo 50 del pasado siglo las conquistas de la aviación, la llegada a la popularidad de novelistas divulgadores como Isaac Asimov y de genios literarios como Ray Bradbury y sus Crónicas marcianas, Arthur C. Clarke, su Cita en Rama es una novela magistral, Philip K. Dick, una de cuyas novelas inspiraría Blade Runner, y una larga legión labraban el camino para que una miríada de lectores exigieran verlas en la pantalla, algo que el cine de los 50 comenzarían a ofrecer. La Cosa, Ultimátum a la Tierra…

Todo cambió radicalmente cuando Stanley Kubrick decidió adaptar un relato de Arthur C. Clarke. 2001, Una odisea en el espacio es una película sencillamente revolucionaria. Nunca hasta ese momento el espacio se había proyectado en una pantalla de cine como si se tratase de la fría demostración de un proyecto científico ultimado hasta sus últimos detalles. La minuciosidad perfeccionista del cineasta exploró más allá del esqueleto en que quedó el relato original de Clarke todos los detalles más verosímiles de una realidad espacial que la gente veía ya en los televisores siguiendo la carrera espacial de norteamericanos y rusos desde los tiempos del triunfal regreso de los Sputniks soviéticos, perrita Laika, Gagarin, una nueva estrella recorriendo el cielo las noches estrelladas de verano, hasta la épica saga de los Apollos que despegaban desde Cabo Cañaveral hasta caer luego en las agitadas aguas azuladas de cualquier océano.

2001 nos sumergía en ese desafío que formaba parte ya de la Guerra Fría pero lo hacía desde la modernidad de un tiempo lejanamente alcanzable, apenas medio siglo más allá. Anticipando la serie Cosmos de Carl Sagan, otro heredero del sendero abierto por Kubrick, su película abandonaba la aventura verniana, las especulaciones de ficción tipo Flash Gordon aproximándose estéticamente, no narrativamente, curiosamente al dibujo de línea clara tipo Hergè, que llevó también a Tintín y Haddock a la Luna en conceptos Verne-Meliès, para negando la narración, apostar por la filosofía, el cientifismo, la robótica, la amenaza informática y aliando las teorías del Eterno retorno con la nietzscheana Así Habló Zaratustra, rimando Strauss musicando esa pieza de filosofía con El Bello Danubio Azul del otro Strauss, un ballet visual en el cosmos helado y antipoético mientras un misterioso monolítico se clavaba en el corazón de la Prehistoria (¿ o era en la Historia misma?) y el ordenador Hal se volvía loco o cuerdo y por primera vez nos sentíamos solos y fríos en el espacio infinito. Kubrick o el dominio de la técnica al servicio de la imagen, el explorador ateo que creía en la soledad.

Al otro lado del Muro, en la URSS, un disidente poético, Andrj Tarkowski, místico, poético, explorador del misterio del hombre, religioso en un mundo sin religión, rodaba Solaris como antítesis hegeliana del capitalista Kubrick. Ya nada era, podía, ser distinto, cuando explorábamos el interior de nuestros sueños de ir siempre mucho más allá del horizonte.

Así que tras 2001 ya nada pudo ser igual pero pudo ser distinto si el maravilloso texto, la epístola del Nuevo Periodismo by Tom Wolfe, The Right Stuff, hubiera conocido mejor suerte que el muy aseado, pero poco inspirado, trabajo, de título Elegidos para la gloria, de Philip Kauffman, y hubiera puesto patas arriba el microcosmos de los astronautas, los nuevos héroes, siempre odiseos antes que homéricos combatientes (Salvo para Eastwood en Space Cowboys, su western de astronautas). Tuvo que llegar Apollo XIII, Houston tenemos un problema, en manos de un artesano como Ron Howard para que el drama se destilara en la fragilidad de esa carrera espacial. Muchos años después el mejicano Alfonso Cuarón ganaba un Oscar con Gravity, una brillante mezcla de toda la tradición desde 2001 al desastre espacial, la astronauta perdida en el oscuro espacio, es un icono de la carrera espacial atrapada entre renuncias y empresas colectivas. Una nostalgia que destila con buen tono Atrapa la bandera, esa película de animación española, en la que late la necesidad de un sueño que la ficción negaba en Capricornio One (Peter Hyams), la demostración de los conspiranoicos de que nunca se llegó a la Luna, ese sueño permanente retransmitido televisivamente en primicia global y en directo.

Interstellar, el fallido y ambicioso sci-fi de Christopher Nolan, uno de los cineastas más creativos que ofrece Hollywood, es una muestra de cómo el género de lo espacial es cada vez más y siempre una herencia de 2001 y el héroe individual acaba siendo una metáfora de sí mismo en una parábola visual sobre las curvas temporales de Einstein, de igual forma que Marte, esa mezcla desvaída de Robinson Crusoe y Mc Gyver, renueva la narración clásica, obra de un Ridley Scott, que en Alien había transformado a Hal, la latente amenaza kubrickiana, en una criatura antediluviana que devora el alma de los viajeros del espacio, cuya cabeza de serpiente es aplastada por una mujer embutida en el cuerpo y piernas interminables de Sigourney Weaver.

Pero si nada será igual tras 2001, nada será igual tras Star Wars, literalmente una saga en la que el espacio es un compendio de nuestra Historia, senadores romanos, Catilina, Cicerón, la República rebelde y el Imperio soberbio y cruel, la prolongación de Tolkien y la Oscura Alta Edad Media, el film noir y Edipo y Electra, el thriller y la deconstrucción de Kubrick, los samuráis y los mosqueteros en una muy, muy lejana galaxia, de hiperespacio, Halcón Milenario y Estrella de la Muerte, guerrilleros y nazis apenas disimulados, el perfume de la aventura, Homero en planetas remotos, Jenofonte, Shakespeare en tono menor y música de John Williams, estamos atrapados, generación tras generación, tradición y nunca transgresión, en las estelas en el muro de una perdida pirámide con los rostros de Han Solo, Leia y Luke Skywalker. As Time Goes By como en el American Café de Casablanca, con Rick desvaneciéndose en un decorado Warner, varados sin visados, esperando un transbordador que quizás como Godot nunca llegue o lo haga demasiado tarde. En todo caso seguimos soñando realidades.