“A cámara no… yo no hablo a cámara” me dice un investigador especialista en biodiversidad cuando empezamos a montar el equipo para la entrevista. Me pilla de sorpresa y suelto una risita de incredulidad. “Luego ponéis unas declaraciones de diez segundos y tituláis lo que os da la gana”, continúa, “Te cuento todo lo que quieras pero fuera de cámara”.
La escena muestra el recelo con el que todavía hoy muchos científicos y técnicos miran a los medios de comunicación, en especial a la tele. Y no es una reacción extemporánea, a veces les damos motivos sobrados para cerrarse en banda.
Si el radar de la Mars Express detecta evidencias de agua líquida bajo la superficie de Marte, titulamos “Lago de agua líquida en Marte” cuando en realidad se trata de fango salado; que la NASA suspende el primer paseo espacial protagonizado por mujeres: “No hay ropa para ellas”; si detectan señales de radio a mil quinientos millones de años luz: “Señales de radio extraterrestres” -pon alguna película, dice el jefe, que eso siempre queda bien-. A veces un científico incendiario prende la mecha: “Oumuamua podría ser una nave alienígena” dice un prominente investigador de Harvard y todos a saco con ello.
Informaciones tratadas a la ligera como éstas contribuyen a reabrir el agujero negro de incomprensión entre científicos y medios que tanto ha costado cerrar (y solo a medias). Conocí a un matemático, jefe de comunicación de una importante institución científica, que consideraba a los periodistas poco menos que incapaces. Decidió que lo mejor era darles la noticia ya redactada y no permitía que accedieran a las fuentes (los investigadores) o lo hacía a regañadientes y bajo vigilancia.
La cuestión no mejora vista desde el otro lado. Hacer información científica ha sido durante muchos años como perseguir neutrinos en el mundo cuántico. Solo había algo peor que entrevistar a un investigador: hablar con un técnico. Generalmente salías más confuso y perplejo que antes de hacer preguntas. Algunos colegas cortaban por lo sano: “A ver, usted dígame esto” -y, sí, le decían al entrevistado lo que tenía que decir- “y que no pase de doce segundos”.
Afortunadamente Microsoft inventó PowerPoint, los científicos empezaron a salir de los laboratorios, a presentar proyectos y dar conferencias, y han terminado por participar en concursos de monólogos y creando su propio canal de Youtube. Paralelamente las grandes instituciones y las empresas montaron gabinetes de comunicación y los medios formaron periodistas especializados en ciencia y tecnología y ofrecieron cursos y charlas a los científicos para acercarlos a la realidad del trabajo en una redacción. Así que con el tiempo y un poco a trompicones hemos ido todos puliendo aristas, limando diferencias y superando desencuentros.
Creo que la esencia de la comunicación científica es la claridad expositiva. Si antes de darle el visto bueno a tu pieza el editor te pregunta “¿Entonces el lago es de agua líquida?” mejor la tiras a la basura y empiezas de nuevo. Los científicos se quejan de que les obligamos a renunciar a la complejidad y a hablar con metáforas para las que no están muy dotados. Recuerdo los apuros de Peter Higgs para explicar su célebre bosón. Yo ni lo intento, tampoco creo que ese sea mi cometido. Me basta con contar que recibió el premio Nobel en 2012 y quizá despertar la curiosidad de algún espectador para que siga indagando.